El reloj empeñado
Hablando de estar alerta y agresiones y dolor: Un año antes de mi diagnóstico de cáncer, estaba en el salón de belleza, eran las diez de la mañana y estábamos recibiendo la primavera, era 21 de marzo de 2019.
Se me hizo raro que me llegara el mensaje de Estrella, mi prima hermana, con la que no tenía contacto desde hacía muchos años: todos. Me pidió mi número de teléfono pues mi tío Enrique, su papá, necesitaba llamarme. Se lo di y mi tío me marcó: “Estamos tratando de confirmar una noticia que vimos en facebook, es terrible pero parece que hubo un accidente en San Miguel de Allende y al parecer, por la fotografía del coche, es el coche de tu mamá”. “¿De qué hablas, tío?, mi mamá está en Guanajuato con Carmen mi hermana” “No, al parecer ella adelantó un día su regreso a Pozos y estamos confirmando si esa persona de la que se habla en la noticia es tu mamá”. Colgué un poco molesta porque me estaban dando una noticia de esas, como si no conocieran a mi mamá, como si no supieran que ella cambia de parecer y de planes y lo más seguro era que si ese coche, el de ella, había tenido un accidente, era seguramente porque lo habría prestado a alguien y que ella se reportaría en cualquier momento. Le marqué a su celular y no entraba la llamada. Empecé a buscar la noticia en google y después de unas cuantas búsquedas estaba ahí, con consecuencias fatales, un autobús había embestido de frente al coche compacto y la mujer de 35 años que lo conducía habría muerto instantáneamente.
Claro, no podía ser mi mamá, ella tenía 72 en ese momento. Seguí buscando más información, le marqué a Carmen, mi hermana, para ver con ella a qué horas había visto a mi mamá y me confirmó que se había ido un día antes muy temprano de regreso pues le urgía llegar con un abogado a una cita. También le marqué a Valeria, pero no tuve suerte a la primera, así que salí del salón de belleza y me dirigí a la oficina mientras le marcaba a Polo y le conté lo que pasaba. Ya en la oficina, empezamos a investigar, pero todo lo que decían las noticias era lo que ya sabíamos, una mujer de 35 años, un coche compacto, un autobús, San Miguel de Allende. Todo estaba claro para nosotros dos, mi mamá habría prestado o rentado su coche a una de sus amigas jóvenes y ese era el accidente que involucraba al coche de mi mamá; no contestaba el teléfono porque seguramente se había quedado sin pila; pronto nos llamaría para disculparse por la confusión y todo el revuelo.
En eso, recibí la llamada de mi tía Lucía para decirme que estaba confirmado, “es tu mamá, parece que ella adelantó su regreso de Guanajuato un día –pues le urgía regresar– y antes de San Miguel de Allende tuvo este accidente. Ya estamos haciendo todos los arreglos para traer su cuerpo a Pozos, el dueño de la funeraria estaba muy agradecido con tu mamá y él se movilizó desde el primer momento; ustedes no se mortifiquen, nosotros estamos haciendo todos los arreglos para obtener todos los documentos para el traslado y el funeral, que les queremos pedir que sea aquí en casa, pues creemos que a ella le hubiera gustado, aquí hemos velado a todos los miembros cercanos de la familia”. Nuevamente la sensación: esa no era yo, eso no podría estarme pasando, quizás era un sueño. Contacté ahora sí a Valeria, a Carmen, no hubo muchas palabras. Yo estaba como anestesiada, como que la boca no me respondía, sí pensaba muchas cosas, pero no me respondía la boca. Pensaba por ejemplo, que siempre había creído que mi mamá moriría de esa manera, trágicamente, en un accidente de coche. Siempre tuve miedo de recibir una llamada así. A pesar de lo bien que estaba de salud y que representaba menos edad de la que tenía, ella siempre se quejaba y decía que tenía un pie dentro de la tumba.
El funeral fue de los recuerdos más pintorescos que tengo en mi mente. Llegó mucha gente del pueblo, por ejemplo una chica a la que mi mamá había llevado a rehabilitación en alguna ocasión y por la que, ahí nos enteramos, desviaba algunos de los recursos con los que contaba —pocos, por cierto—para ayudar a la mamá de esta chica que desconsolada no dejaba de llorar. Llegó gente de Guanajuato que la conocían por algunas de las decenas de habitaciones que rentaba para estar cada vez más alejada del ruido; otros de los que acudieron eran compañeros de sus grupos de AA —uno de ellos fundado por ella hacía más de 20 años—los primos, los sobrinos. Mucha gente tuvo el valiosísimo gesto de acercarse a nosotros, sus hijas, para compartirnos cosas así: “yo estoy muy agradecido con tu mamá, pues cuando llegué a vivir a Pozos había días que no tenía ni para comer y ella llegaba con unas lentejas o con un caldito que había preparado, yo quería decírselos desde hace rato pero no encontraba el momento adecuado”. Otra chica, para decirnos que ella tenía conocimiento de que mi mamá había dejado su reloj empeñado y que estaría muy bueno que lo pudiéramos recuperar; luego nos enteramos que lo había empeñado para comprarle un boleto de avión a mi hermana Carmen para ir a Tijuana para que fuera a visitar a sus hijos. Otro que recuerdo era el señor cuidador del panteón, que iba acompañado de sus hijas y su esposa y mi tía Chata nos contó que mi mamá lo había rescatado de las garras del alcohol, llevándolo a rehabilitación, previas 24 horas de sobriedad que mi mamá se había encargado de que este señor cumpliera, llevándoselo a su casa; él ya no sabía cómo acomodar mejor las flores en la tumba y se notaba lo preocupado que estaba por hacer algo por ella en esta ocasión tan especial.
Quince días antes de este acontecimiento tuve la fortuna de pasar por ella a Pozos y que nos acompañara a Nuevo Laredo. En el camino nos fue diciendo a Polo y a mí como quería que dispusiéramos de sus cosas, nos insistió en darnos el teléfono de una abogada que traía el caso de un terreno que ella quería que fuera para mí, que ya tenía afortunadamente las escrituras de su casa —esa fue una odisea que le tomó como 15 años—y nos explicó que de la casa una franja del terreno era de mi tío Armando y otra partecita de la vecina (así vivió), platicamos, nos comunicamos, escuchamos su playlist de música cubana, me ayudó, estuvo con mi suegra en el hospital, me acompañó a un evento muy importante para mí, hicimos carne asada con los amigos y compadres, que tuvieron oportunidad de conocerla o saludarla, cantamos, se carcajeó, en fin: nos despedimos. Cuando la acompañé a tomar el autobús que la llevaría de regreso a casa, nos abrazamos con cariño, esperé hasta que desapareció de mi vista el autobús y tuve la sensación —como muchas otras veces—de que sería la última vez que la vería.
Dedicado a mi mamá, la guerrera más grande que he conocido; su lucha…esa sí fue lucha, no pedazos. Con todo mi agradecimiento por enseñarme a amar la música y los libros y a poner a la familia en primer lugar.
*P. D. El reloj lo recuperó mi hermana Valeria de la casa de empeño y ella lo conserva.
Comments